Como decíamos al principio de este post, pese a ser una energía limpia y pese a tener a nuestra disposición más horas de sol que otros países, en España la energía solar no tiene tanto protagonismo como otras, y todo ello se debe, principalmente, a las diferentes legislaciones puestas en marcha al respecto a lo largo de las últimas décadas.
A finales del siglo pasado, e bajo el impulso de los organismos europeos, España creó un marco regulador muy favorable para el desarrollo y el impulso de la energía fotovoltaica. De hecho, las energías renovables alcanzaron su velocidad de crucero, y experimentaron un importante desarrollo en muy poco tiempo.
Pero todo ello se frenó en 2008. El 30 de septiembre de ese año el gobierno aprobaba una nueva reglamentación por la cual las energías fotovoltaicas ya no recibían una prima tan alta por Kwh fotovoltaico que se inyectaba en la red, sino que las primas, además de reducirse, pasaron a ser variables en función de la ubicación de la instalación. El resultado de esta nueva ley, un frenazo en seco del sector de las energías fotovoltaicas.
La situación siguió con viento en contra en los años 2010 y 2012, cuando se eliminaron todas las primas para las nuevas plantas fotovoltaicas. En 2017, España ocupaba el puesto número 10 del mundo por potencia fotovoltaica instalada (5,6 GW). Sin embargo, pasaba al puesto 18 en relación a la nueva potencia instalada (147 MW). En aquel año, la fotovoltaica cubrió el 3,1% de la demanda eléctrica de España.
En 2018, el contexto de Transición Energética dio un giro a la situación. Esta Transición está basada en los ambiciosos objetivos europeos y las políticas de Cambio Climático asumidas desde la COP 21 de París, unos compromisos ratificados por abrumadora mayoría en el Parlamento Europeo y que contaban con un fuerte respaldo social.